11/25/2006

Historia de dos enamorados


Cuenta la historia que una vez una joven leyendo una revista encontró un anuncio que decía: “Soy un chico de 21 años que busca gente para cartearse. Me gusta escuchar música e ir al cine. Si quieres escribirme envíame una carta a la dirección que se encuentra debajo de este texto”. La chica emocionada de poder cartearse con alguien de su misma edad y con gustos parecidos, decide escribirle.
Pasó la época en que los árboles se visten de marrón, rojo y amarillo y al final se desnudan para dejar ver su robusto cuerpo. Mientras, ellos seguían escribiéndose, aunque ya no como amigos, sino como enamorados. Se conocían a fondo y sabían que vivían cerca. Él le pide a ella que se vean una tarde. La joven le dice que no es posible. Se llevaría una decepción si la viera. Ella no sería como él esperaba. No era una chica que físicamente se pudiera poner como modelo de belleza. No era hermosa, ni tenía los ojos azules, ni era esbelta, ni nada por el estilo. Tampoco es que fuera horrible, pero bella no se sentía. Al muchacho le daba igual. Se había enamorado sin verla. La chica le adoraba, pero por miedo a no gustarle, decide dejar de escribirle más cartas. Ambos quedaron deprimidos por aquella pérdida. Habían perdido un amor verdadero.
Transcurrió el tiempo y aquel amor nunca ninguno de ellos lo olvidó, pero se desvaneció como humo que asciende y se pierde en la inmensidad del universo.
Tras 15 años los dos habían cambiado su forma de vida. La joven se había casado y tenía dos hijos. El muchacho no se había casado, pero tenía una hija de corta edad. Trabajaba en una oficina de gran importancia, de supervisor. Como la vida da tantas vueltas, la chica entró a trabajar en esta oficina, de secretaria. La sorpresa fue enorme cuando descubren que son aquellos dos jóvenes que se carteaban y terminaron enamorándose. Cada uno tenía su pareja, así que decidieron, de mutuo acuerdo, que aunque su amor no triunfara, su amistad estaría por encima de todo.
Hoy se cuenta que ya fallecieron y que están enterrados en el mismo cementerio y muy próximos el uno al otro.

(J. B. C., 2º E.S.O.)

Un griego en el bar

Hace unas semanas me encontraba yo en un bar de la parte vieja de la ciudad tomándome una cerveza en la barra. Es un bar al que acuden sobre todo emigrantes: turcos, españoles, italianos, griegos. Hablan entre ellos o están en silencio, beben, piensan en su tierra. Yo estaba matando el tiempo en plan contemplativo. Había un gran barullo. Entonces entró u viejo en el bar. Tenía el pelo revuelto y encanecido, era bajito y rechoncho y ya caminaba un poco encorvado. Se detuvo a mi lado, se apoyó en la barra y entonces me di cuenta de que estaba llorando. Di un buen trago a mi fría cerveza y me decidí a consolar e interesarme por lo que pudiera pasarle a aquel hombre. Lentamente me levanté de mi asiento y me acerqué a él sigilosamente. En un tono n muy alto le dije: Perdone, me gustaría, si o es molestia, interesarme por el motivo de su tristeza. Gracias a estas palabras comenzamos a dialogar.
Resultó ser un hombre de origen europeo, en concreto, griego. No hablábamos la misma lengua, aunque gracias a algunos gestos y miradas, nos entendíamos. Yo logré entender perfectamente el motivo de su tristeza. Era un padre de familia, no unos cualquiera, uno ejemplar. Adoraba a su mujer y a sus hijos como nadie; pero por motivos económico se había visto obligado a abandonar el país donde residía con ellos, en busca de un trabajo donde pudiera ganar un salario mejor.
No aguantaba verlo así de triste. Intenté, tras largos e imposibles intentos alegrarle un poco, pero fue inútil. No lo conseguí.
Yo seguía resignada mientras el viejo metía su mano derecha y envejecida en el bolsillo trasero de su ancho pantalón. De él extrajo una cartera que daba apariencia de ser muy suave, aunque estaba bastante desgastada. Debía de ser muy vieja. La abrió y se puso a observar detenidamente las fotos que llevaba. Estalló en llanto aún más profundo que el que tenía cuando entró en el bar. Pero entre todas esas lágrimas me miró y me dedicó una sincera sonrisa. Además añadió: Esas fotos son de mi mujer, mis hijos y mi hermano. Gracias a ti he conseguido recordar los buenos momentos que he pasado junto a ellos. Ahora cada vez que me encuentre deprimido, recordaré esos momentos e intentaré superarlo. Muchas gracias.
Una vez dicho esto guardó su cartera en el mismo bolsillo de donde la había sacado. Terminó su consumición y se marchó. Yo me alegré de haber podido ayudar a aquel hombre, me terminé mi cerveza y también abandoné el bar.

(J. B. C., 2º E.S.O.)

El castillo en el bosque


El bosque en el que acabé cayéndome por intentar bajarlo, estaba seco, sin una sola hoja en los árboles. El aire olía a miedo. Los aullidos de los lobos se oían en la lejanía. Un pequeño escalofrío recorrió mi cuerpo. El bosque sobrio y tenebroso empezaba a acabarse. Dado el lugar donde me encontraba, pensé que no saldría de ésta... Pero... Un gran castillo sucio y derruido a simple vista, aparecía entre los árboles. Un gran lago rodeaba el castillo como si fuera una fortaleza. También había un puente, que me dispuse a cruzar. El puente chirriaba a causa de las tablas de madera. Parecían estar podridas y desgastadas, como si hubieran resistido mucho peso.
Al entrar en el castillo un fuerte olor a rancio penetró en mi nariz. El castillo por fuera parecía a punto de desplomarse. Por dentro era mucho peor, ventanas rotas, telarañas, polvo y olor a muerto.
En la entrada había una escalera enorme y al final un cuadro muy extraño en el que aparecía un hombre. Parecía ser el señor de la casa, pero tenía un atuendo muy raro. El cuadro estaba tan viejo que era casi imposible ver el rostro del retratado. Había un gran número de cosas antiguas, jarrones hechos a mano, lámparas de araña, estanterías llenas de libros, y muchos, muchos muebles.
Pero... lo que no había... era ni un solo espejo.

(JM. G.M., 2º E.S.O.)

El castillo del terror

Era una noche oscura, cerca de mi casa había un castillo. Daba apariencia de estar abandonado. Su puerta de entrada era una verja, cuyo final eran puntas punzantes, pero oxidadas por el paso del tiempo. Estaba abierta y, gracias a ello, conseguí entrar en aquel tenebroso castillo.
Una vez dentro, me hallaba sobre un camino de piedra, por el que corrían pequeñas lagartijas y culebras. A ambos lados de este pedregoso camino descubrí un jardín enorme, aunque no muy hermoso. Había escasez de flores y, si alguna había, estaba marchita. Me llamó la atención una fuente, no muy grande, que en su tiempo habría sido usada, pero actualmente no. Su interior estaba lleno de telarañas y de su grifo no caía ni una sola gota de agua.
Avancé por aquel camino hasta la entrada del edificio espeluznante. Cuando estuve lo suficientemente cerca como para abrir la puerta, grité, debido al enorme chirrido que produjo la puerta. Ya, por fin dentro, comencé a recorrer sus enormes pasillos. Eran indescriptibles: en las paredes había colgadas varias repisas y sobre ellas, unos candelabros llenos e polvo y que contenían velas inutilizables debido a su desgaste. También había estanterías llenas de libros con polvo, hojas amarillentas, corroídas por el tiempo y en diversos idiomas, algunos incluso desconocidos. Había cuadros que parecía que sólo te miraban a ti, con una mirada que causaba inquietud. Andando llegué a una habitación donde se encontraban reunidos muchos vampiros, que al rato, se fueron. Entré allí y había una mesa con un mantel polvoriento. Me gustó especialmente un trono rojo, muy cómodo y suave. En el suelo había una alfombra mucho más áspera. El suelo era de madera y estaba frío, al igual que el ambiente. Las paredes estaban muy vacías. Escuché murmullo de gente, un murmullo que cada vez se oía más cerca, así que abandoné la habitación y el castillo, por el mismo camino por donde había entrado, pero no sin olvidarme de la idea de volver otro día, aunque a poder ser un día en que no hubiera nadie dentro del castillo.

(J.B.C., 2º E.S.O.)

Un amor que pudo ser y no llegó

Me encontraba con ella en el ascensor. Mi eterno amor se hallaba enfrente de mí. Su dulzura me extasiaba. Su belleza me enamoró. Pero yo no reaccionaba. Tenía miedo de que ella me rechazara. Eso me partiría el corazón, me arrancaría el alma, me rasgaría mi ser. En un pasado fuimos algo más que amigos. En un pasado nos adoramos y nos respetamos, nos amamos y nos complementamos. Poseía unos ojos azul cielo, una sonrisa encantadora y una larga y perfecta melena. Pero lo mejor de ella era su sencillez, esa manera de actuar, de anticiparse a los problemas. Besaba como un ángel. Sus jugosos labios lindaban los míos. Yo disfrutaba de eso y correspondía con mi amor. Sentía que nos unía un vínculo que nadie excepto nosotros dos podríamos quebrantar. Durante ese tiempo nuestras almas se fundían en una sola. Un alma con una debilidad, nuestro amor.
Un amor que cayó en el olvido. Que se esfumó. Yo me creía poca cosa para ella, pensaba que no era suficiente para ella. Por eso empecé a distanciarme, cada vez más. Hasta que pasaron los días y el contraste de nuestras almas ya era extremo, pero yo sabía que en el fondo de su corazón, me amaba.
Subí a mi piso, salí del ascensor y desapareció ese aroma que ella desprendía, tan suave y aromático. Dejando esa fantasía a un lado, me senté en el sofá pálido como la luna confundido con mis sentimientos.
(J. C. E., 2º E.S.O.)

Perder a un ser querido

Hace unas semanas me encontraba yo en un bar de la parte vieja de la ciudad tomándome una cerveza en la barra. Es un bar al que acuden sobre todo emigrantes turcos, españoles, italianos, griegos. Hablan entre ellos o están en silencio, beben, piensan en su tierra. Yo estaba matando e tempo en plan contemplativo. Había un gran barullo. Entonces entró un viejo en el bar. Tenía el pelo revuelto y encanecido, era bajito y rechoncho y ya caminaba un poco encorvado. Se detuvo a mi lado, se apoyó en la barra y entonces me di cuenta de que estaba llorando.
Unos escalofríos recorrieron mi cuerpo al ver la foto que llevaba el triste viejito. Era una niña de unos ocho o nueve años de edad. Era rubia y tenía unas cuantas pecas en la cara, pero lo que más destacaba en ella era su mirada, una mirada dulce pero a la vez escalofriante. Nunca olvidaré esa foto.
¿Es su hija?, le pregunté.
Sí, es mi hija, dijo con lágrimas en los ojos.
Cuando me quise dar cuenta había desaparecido de aquel bar dejando el aroma de su perfume de hombre.
Desde ese día no lo volví a ver más en aquel lugar.
Camino de casa un día le vi por el cementerio. Eran las 00,13 horas. Me acerqué a él y me dijo:
No te preocupes, yo también sé lo que es perder a un ser querido. Me quedé en blanco, no sabía qué decir. Me di la vuelta y vi desaparecer su rostro al fondo de la oscuridad.
Al día siguiente recibí un telegrama urgente que decía: Tu hermano murió ayer, causas desconocidas, entierro a las 20,10.
De mis ojos salieron dos lágrimas, una cayó al suelo y otra a la rosa que tenía entre mis manos.
Cuando mi hermano estaba bajo tierra, decidí dar una vuelta por los alrededores de aquella “gran casa para difuntos”. Me detuve en una lápida al ver la foto de aquel viejo en aquella tumba. Se podía leer: Juan del Álamo 1869-1952.
Era imposible, estábamos en 1962. ¡Habían pasado 10 años!Muchos dicen que se suicidó a causa de la muerte de su hija.
Dicen que a veces sale de la tumba y se le ve paseando por aquel cementerio. Nunca olvidaré esa frase suya: Sé lo que es perder a un ser querido.
(R.G.F., 2º E.S.O.)

11/20/2006

Mi prima Lucía Suyay

El pasado día 12 de octubre de 2006 nació mi prima Lucía Suyay.
Le pusieron Lucía porque así le llamaban las enfermeras del hospital donde nació. El hospital se llamaba San Carlos, que se encuentra en Moncloa. Y Suyay porque en quechua significa “tranquila”. El quechua es una de las lenguas de Bolivia.
Nació a la una menos veinte de la mañana. Mi tío nos llamó después de que hubiera nacido, justo cuando nosotros estábamos comiendo. Nos dijo que era una niña. Al hablar con él oímos de fondo cómo lloraba. Nosotros, con las prisas de verla, comimos muy deprisa.
Cuando habíamos llegado todavía teníamos la comida en la garganta.
Y por fin la vimos. Sólo tenía como dos horas de vida y era repequeña. Tenía la nariz un poco metida, las manos un poco secas, el pelo negro y liso. Era porque acababa de nacer...
Nos dijeron que se iba a llamar Lucía Suyay, pero a pesar de que Suyay significa tranquila, a mi me pareció todo lo contrario.
Después de un rato llegaron mis abuelos.
La tarde pasó muy deprisa y llegó la hora de irme a casa. Me despedí de todos y me fui.
Volví a ver a mi prima el día que les fui a recoger con mi madre, mi tío y mi otra prima, Niurka, que es la hermana de Lucía. Esta vez Suyay ya no tenía la nariz tan metida y estaba guapísima. La vistieron con un traje blanco. Parecía un angelito.
Por fin llegamos a casa. Tanto mi tía como la niña durmieron toda la tarde. Los días siguen pasando muy deprisa y Lucía lo único que ha ce es dormir, llorar y comer.
(C.M. M. R., 1º E.S.O.)

Mi primer campamento con los Scouts


Era mi primer campamento con los scouts, y yo estaba muy nerviosa. Encima, tuve que sentarme con Álvaro, que me saturaba. Mis amigas Andrea y Raquel, se sentaron delante nuestra, y dos monitores, a nuestro lado.
Los monitores nos mandaron quitarnos las botas y los calcetines. A mí no me salía el calcetín derecho. Me intentaron ayudar Álvaro, Andrea y los monitores, y no lo consiguieron. Al final, me lo quité y salió con tal fuerza que le dio en la cara a la niña que llevaba detrás. El autocar se llenó de risas y yo me moría de vergüenza.
El conductor arrancó el autocar y Álvaro se echó a llorar. Sus mejillas se volvieron rojas y sus ojos dejaban caer gotas de cristal fundido, que brillaban a la luz del sol. Raquelilla, que sólo tenía cuatro años, parecía ser la más feliz del mundo y demostró ser aun más valiente que un niño de diez años.
El autocar paseaba entre las montañas, pero al fin llegamos a la campa. Todos nos bajamos del autocar y miramos a nuestro alrededor. Estábamos en un bosque, vete tú a saber en qué lugar del mundo. Era Soria.
Nos dieron nuestras mochilas y nos sirvieron sopa caliente y un pedazo de pan, que nos comimos al momento. Montamos las tiendas de campaña y nos soltaron por el bosque. Era inmenso y tan denso, que apenas llegaban los rayos de luz al suelo, a través del follaje de los árboles. Era una maravilla. Para no perdernos, Andrea, Álvaro, Raquelilla y yo nos sentamos en el suelo, que estaba frío y mojado. Miramos al frente. Un birrioso riachuelo cruzaba un pequeño claro y sus orillas estaban cubiertas de helechos y entre las hojas de éstos, varias setas de un color blanquecino y medio escondidas en la hierba. Fuimos corriendo a decirle lo de las setas al monitor más cercano y nos dijo que eran comestibles. Así que esa noche, nosotros cuatro cenamos setas. Pasamos la noche en nuestras tiendas de campaña. Hacía frío. Echaba mucho de menos a mis padres. Al día siguiente nos dejaron jugar hasta aburrirnos y por la tarde dijeron que nos íbamos de marcha. A mí me hizo mucha ilusión, pero Álvaro no pareció alegrarse mucho. Preparé corriendo la mochila. El resto de la tarde transcurrió tranquila y cenamos muy pronto. También nos acostamos pronto.
Cuando me desperté, no eran más que las siete y media de la mañana y aún hacía frío. Salí de mi tienda y me dirigí al servicio. En el camino me encontré con Baloo, un monitor, y me dijo que me fuera vistiendo, que nos íbamos ya. Me puse las botas corriendo y desperté a mis compañeros de tienda. Desayuné como una bestia: me inflé a leche con galletas y me tomé tres tostadas con mermelada. Salimos de marcha. Yo con Álvaro y Andrea con Julia,una de sus amigas. Raquel se quedó muy triste a nuestra salida, porque se tuvo que quedar allí, ya que era aún muy pequeña.
El viaje fue precioso, lástima que no le presté mucha atención, ya que se la dediqué a un dolor de pies horroroso.
Hacía calor. Álvaro lloraba, porque el viaje parecía no acabar nunca. Llegamos a Playa Pita. Nos metimos en una pequeña laguna y mis pies, al fin, descansaron. Fue un día espléndido.
Los helechos cubrían el suelo del pinar al completo. El agua del lago era de un color azulado, las sombras de los pinos lo cubrían casi entero.
Anocheció. Esa noche, dormimos a la luz de las estrellas. Maravilloso.
(S. N., 1º E.S.O.)

Un día de verano


Todo comenzó un día de verano, soleado, los pájaros cantaban y yo presentía que iba a ser un gran día, un día especial. Cual no fue mi sorpresa cuando llegó mi primo a mi casa y me dijeron él y mis padres a coro que íbamos a Acuópolis. En ese momento me sentí el rey del Mundo. Que el Mundo se había hecho para mí. Así pues, cogimos el coche y emprendimos el camino. El coche me sonrió al entrar, y yo estaba feliz.
Al llegar, mi felicidad aumentó. Aquello era lo que siempre soñé: toboganes grandes, pequeños, blancos, negros, azules e incluso amarillos. Pasaba el día y estaba siendo tan especial o incluso más de lo que presentí. Pero llegó el momento, me iba a tirar por el tobogán más alto. Las piernas me temblaban y un extraño escalofrío recorría mi cuerpo. El miedo me dominaba, a pesar de que mi primo me tranquilizara. Llegó el momento, era mi turno. Miré hacia abajo y parecía que estaba en la cima del mundo. Respiré hondo y me tiré. Al principio el miedo tocaba el timbre, pero se fue. Tirarme por allí fue una de las mejores experiencias de mi vida. Me tiré por todos los toboganes y cuando teníamos que irnos, me despedí de los simpáticos toboganes, me monté en el coche y supe que ese día lo recordaría el resto de mi vida.
(J.A. L., 1º E.S.O.)

Mi cumpleaños

Era once de octubre de 2006 y mi cumpleaños me llamaba. Me levanté como todos los días, me vestí y desayuné. No estaba el día muy claro y los sonidos que emitían los pájaros no llegaban a mis oídos. Ya me iba y de la boca de mi madre no salía una nota.
Cuando llegué al instituto me senté. Sara me felicitó. A Nuria, Alba y Sandra no las vi. Se oyó la magnífica vocecilla (el timbre ). Todos nos íbamos y ellas vinieron a felicitarme.
Pero más sorpresas me esperaban. Cuando llegué a casa, todo seguía igual. A las cinco mamá me dijo: ¡Vámonos!. Ella me puso delante del escaparate. Al lado había una iglesia grande y bonita. Desde allí se veía a la gente entrar. Entramos en la tienda y todo parecía decir “yo quiero ir contigo”. Me probé dos pantalones y me llevé los dos.
El sábado llegó y en casa apareció un redondel plateado, un colgante. Y ella dijo ¡felicidades!
(M.C. U. , 1º E.S.O.)

11/08/2006

En el aeropuerto

Todo empezó el 1 de junio de 2006, cuando nos fuimos al aeropuerto. Nos despedimos de todos. Nos pusimos muy tristes porque mi padre no podría acompañarnos a Ecuador. Entramos y no sabíamos por donde ir, mi madre no se acordaba porque ya había pasado mucho tiempo desde la última vez que se fue a Ecuador. Para mi hermana y para mí era la primera vez. Fuimos todo el pasillo hacia delante y la que guiaba era yo. Me orientaba según la información de los billetes. Después de unos diez minutos andando nos sentamos. Fui al baño y cuando salí no sabía por donde volver, si por delante o por detrás. Luego me acordé y regresé con mi hermana y mi madre.. Mi madre preguntó donde teníamos que esperar y nos fuimos. Me dejaron cuidando de las maletas en una tremenda fila para subir al avión y ésta empezó a moverse rápidamente. Me asusté porque no sabía qué hacer y cogí las maletas como pude y me dispuse a buscarlas. No me hizo falta andar mucho porque enseguida aparecieron. Una vez que entregamos los billetes empezamos a andar. Había mucha gente y desde las ventanas ya se podían ver muchos aviones. Eran muy grandes. Subimos a una especie de autobús que nos llevó hasta nuestro avión. Una vez arriba, nos sentamos en nuestros asientos. Nos tocó en la fila de en medio, aunque mi hermana y yo preferíamos la ventanilla.
El viaje fue muy largo. Mi hermana y mi madre durmieron y yo cuidaba de las maletas. Por fin ya faltaba poco para aterrizar. La bajada fue muy bonita y me dio un vértigo muy fuerte. Todo el mundo gritaba, pero yo reía. Al llegar a tierra todo el mundo empezó a aplaudir. Era una costumbre muy bonita. Al salir del avión recogimos las maletas. En la salida nos esperaban mi primo Edison, mi primo Henry y mi hermano Cristian. Nos preguntaban muchas cosas. Mientras, esperábamos la furgoneta que habíamos alquilado para ir a Santo Domingo. Ahí estaba toda nuestra familia.
El encuentro fue muy bonito.

(E.O.S., 1º E.S.O.)

11/06/2006

Portaventura

Un día de verano, hace ocho años en Portaventura, me perdí. Me perdí en un inmenso laberinto lleno de gente y niños riendo. Ese día estaba viendo un cartel de helados. Mi boca se divertía de sólo pensar en ellos. Cuando me quise dar cuenta estaba rodeado de gente, en un laberinto sin salida, y solo, sin mi madre, mi padre o algún conocido.
Lloré, corrí, anduve, pero no había nadie, hasta que un señor me cogió y me llevó a una guardería. Entonces vi aparecer un ángel recién caído del cielo. Era mi madre corriendo hacia mí. Yo corrí hacia ella y en ese momento me caí, me choqué. Al verla no lloré, sino que reí de felicidad. La abracé, la besé, la cogí. Tan feliz estaba, como un pez nadando con los suyos. Luego siguió el día y me encontré con mis tíos, mi abuela, mi padre y mi hermana. Desde entonces siempre que veo un cartel de helados, cojo a mi madre y le digo:
_ No me sueltes.

(A.M.O., 1º ESO)

R


En una calurosa tarde de verano, y yo con sólo dos primaveras a la espalda, jugaba tranquilamente en el salón de mi casa. Las paredes eran amarillas y blancas y entre esas paredes me sentía invencible. En ese salón tenía mi vida, guardaba mis cosas: mis juguetes, la televisión, el armario, la mesa, etc. Mi madre conversaba con mi padre por teléfono, mientras yo jugaba con mis flamantes coches formados por piezas del juego “Lego”. Simulaba el sonido de los coches. A mí, por aquel entonces, me era imposible pronunciar la “R”.
El salón para mí era un circuito impresionante, en que los coches cobraban vida. En una de mis rutinarias carreras, con los feroces rugidos, noté cómo por mi garganta el sonido “R” salía prácticamente a la perfección. Repetí ese sonido una y otra vez para asegurarme de que, en realidad, podía decir la “R”. Mi madre seguía hablando por teléfono y desconocía mi descubrimiento. Mientras, yo probaba con palabras que llevasen esa letra para asegurarme de algo que, por aquel entonces, significaba tanto para mí.
Me subió desde los pies a la cabeza una alegría incomparable. Algo que tanto había anhelado, por fin era posible. Llamé a mi madre para compartir mi alegría con ella. También se ilusionó tanto, que creí por un momento que ella había sido la descubridora.
Ese día, para mí, fue un día especial ya que, podría, desde aquel entonces, expresar lo que sentía de una forma precisa.
Me sentí bien.

(G. C. R., 1º E.S.O.)